El agua también sangra

15.02.2022

"Para la mayoría de los hombres, la guerra es el fin de la

soledad. Para mí es la soledad infinita".

Albert Camus (1913-1960)


Museo del Prado, Madrid, año 1941.


Siempre recordaría aquella corriente. Nunca olvidaría el día en que sucedió el derrumbe completo. Vio su rostro reflejado en la esquina lateral de un cristal pisoteado, mientras comprendía que era allí donde caería la primera gota del invierno, donde comenzaba la utopía de la que tanto le había hablado su abuelo en aquellos encuentros finitamente eternos, prolongados en el tiempo. Por entonces, Madrid era polvo en dispersión. La ciudad, extinguida, comprendía que era el viento quien buscaba su identidad olvidada. Laura, cual luna menguante, no provocaba el aullido del lobo. Era un nuevo tiempo, una nueva vida, un nuevo lienzo. Tiziano, definitivamente, estaría orgulloso.

Ella era una joven tímida - desaparecía entre la multitud- pero con cierta simpatía, con total inclinación por su tío Manuel, pero aún más por su abuelo Renard, perteneciente al ejército francés durante más de treinta años. Siempre el contaba la misma historia, aquella en la que le relataba que tuvo la mala fortuna de ser alcanzado por una bala perdida como perdida estaba también aquella guerra que ningún invierno borraría de su cabeza. Fue su enfrentamiento número veinte; nunca habría más.

- I -

Todo comenzó una mañana de diciembre. El viento levantaba las hojas y las paredes eran azules. Me acuerdo perfectamente de ese color. Era la casa de mi abuelo. Todo parecía un sueño; los pájaros me abrieron la ventana. De repente, un perfume me despertó. Sí, cualquier tiempo pasado fue mejor.

- ¡Laura!

- Qué pasa, mamá...

- ¿Qué día es hoy? ¡Ya está bien, ni siquiera para ir de excursión te levantas a la hora!

- Pero...

- ¡Ni peros, ni nada! Por si fuera poco, ni la habitación tienes recogida y tienes todo tirado por el suelo... ¡eres un desastre!

Escenas así se repetían día tras día, aun cuando no tenían cabida alguna. El caso es que me levanté y me encontré inmersa en un ir y venir de gritos de odio, como Meursault en la página final de aquel libro - innombrable para mí - de Albert Camus. A decir verdad, la vida no había sido injusta conmigo, por supuesto que no, pero en ocasiones una acostumbra a bailar tango y, entonces, la cumbia, aunque esté bien, le sabe a poco. He tenido momentos difíciles, sí, como todos los mortales, pero... tal vez no me he recuperado de alguno de ellos. Mi tía murió tras una larga enfermedad hace seis años, cuando yo tenái tan solo diez. Mi primito, José Luis, tuvo que marcharse por trabajo y nunca más volvió a merendar conmigo. Pancho, mi querido perro, también decidió emprender un viaje, infinito, dejándome sola, en mi mansión, que también es prisión, de oro, Sin embargo, la partida que más me marcó fue la de mi abuelo.

A las doce del mediodía, cuando el sol empezaba a ser peligroso para la piel, nos íbamos a dar un paseo por aquí cerca, por la Ruta del Castaño. El paseo terminaba en la Fuente Roja que, al parecer, simbolizaba la derrota comunista en España. De ella no salía ni una sola gota y eso me llamaba la atención.

- ¡Tengo mucha sed, abuelo! Le insistía sin cesar.

- Hija mía... lo imposible siempre será lo eterno realizable. ¡Cuántos valientes han caído! Que Dios te tenga en tu gloria, Gustave.

En ocasiones no le entendía, yo tan solo quería saciar el desierto que poco a poco se estaba formando en mí.

- Abuelo, ¿vamos a ir a comer a casa de la abuela? - Solo quería sentarme en la mesa y comer esa sopa tan rica que hacía con lo poco que tenía.

- Espera un poco, jovencita, que tengo que liberar al río que llevo dentro - me respondía, riéndose, siempre que tenía que hacer sus necesidades.

- ¿Aguas mayores o menores? - ese era nuestro diálogo habitual en estas circunstancias.

- Menores, hija, menores... las aguas mayores no existen - me respondía con seriedad aparente.

- No te entiendo, abuelo, ¿Por qué no existen? Yo creo que sí, papá me dice que sí.

- Tu padre no tiene ni idea de nada. N odeberías creer todo lo que dice, por mucho que sea un rey para ti.


- II -

- ¡Laura, sube! ¡corre!

- Ya voy! No podéis esperar ni un solo minuto.

- Venga... Laura... ya somos mayorcitos, ¿no? Además, no te vendrá nada mal un poco de cultura.

No le faltaba razón a mi profesora. Tenía que subir a ese autobús, era mayorcita y... un par de cuadros... a quién le van a doler. El caso es que me senté en la parte trasera, en mi soledad, y abrí un sobre que me había dado mi madre esa misma mañana. Me sorprendió cuando me lo dio al salir por la puerta de casa, porque solía ser muy detallista, así que me decidí a abrirlo con la mayor de las ilusiones, pese a que hacía mucho tiempo qu eno me encontraba feliz conmigo misma. Dentro del sobre se encontraba una carta amarillenta que desprendía un cierto olor conocido pero que no supe descifrar en aquel momento; reminiscencia del pasado. Se trataba de una carta escrita a mano, con tinta negra y con una caligrafía que dejaba entrever experiencia.


Cuando descubrar el lienzo (Mayo: año 1930)

Si estás leyendo esto es porque estás a punto de visitar, por primera vez en tu vida, un museo. Este lugar recopila los acontecimientos pasados de mayor (y también los de menor) relevancia; las aguas menores y mayores. Aquellas que existen y las que no también. El arte cambia, como todo en esta vida. Pero nunca nada ha de perder su esencia, recuérdalo siempre. Emociónate, tan solo eso. Y nunca olvides de dónde vienes, para así entender hacia dónde vas. Probablemente te asustes ante el realismo de algún cuadro, pero no tengas miedo, tan solo estará contándote, de manera artística la vida misma. Si estás leyendo esto es porque ya eres mayorcita, porque ya has crecido y la experiencia se está adentrando en tu cuerpo. Espero que todavía no hayas descubierto el derrumbe completo, que la vida te esté tratando bien, que Marid no haya cambiado mucho y que no hayas conocido la guerra. Desde aquí te cuido, Laurita, no lo olvides.

Y una última cosa, ¿has decubierto ya que el agua también sangra? Recuerda que...


De repente, la pluma se queda sin tinta. Cualquier tiempo pasado fue mejor. Mirando por el cristal observo pájaros negros volar. Mi abuelo me está cuidando. Y hoy voy a conocer la vida misma.

- Vamos, venga, todos abajo. Ya está bien de tanta tontería. Que si "vaya aburrimiento", que si "de aquí no vamos a salir en meses"... ¡espabilad, muchachos! Juventud... ¡divino tesoro!

Razón no le faltaba a Doña Margarita. Nunca más volveríamos a vivir los dieciocho años y... con el panorama que había en aquellos tiempo, vivir, tan solo eso, era un privilegio.

Cuando bajamos del autobús, nos dirigimos hacia la entrada. Antes de llegar, había un camino precioso lleno de rosas y, junto a ellas, varios jardineros cuidándolas. La fachada del museo era majestuosa. La arquitectura, tan solo eso, un acto de rebeldía. Entre balas perdidas, Madrid era, también, un museo en dispersión.

-  De dos en dos, y en fila, venga, rapidito - Los diminutivos le gustaban mucho; pensaba, la idiota de ella, que minimizaba el impacto de sus palabras.

Una vez dentro, cada cual fue por su lado. A la entrada había un gran banco blanco donde la gente se sentaba a mirar las obras artísticas que se encontraban justo delante.

- Tal vez, algún día, la obra artística sea el propio banco. Pero de momento no, así que... ¡vamos, a mirar cuadros todo el mundo!

- Profe, el banco nunca será una obra de arte. No sabré de arte tanto como tú, pero, la intuición, me advierte que la vida no se representa en lo detenido, sino en el ritmo; en la acción.

- ¿Ahora vas a venir de listilla?

Yo tampoco sé para qué dije nada. Supongo que el respeto por mi abuelo me hizo saltar. La primera sala que visité presentaba una organización un tanto extraña: a la derecha, cuadros paisajísticos; a la izquierda, unas pinturas que se hacían llamar "bodegones" y, en el centro vital del cuerpo de la sala, unas figuras rojas y azules, cruzadas entre sí, como líneas de polvo en dispersión.

No me gustó nada... ¿qué era eso? La vida no era eso... el mundo no entiende de líneas entrecruzadas, ni de líneas en general; el mundo se (re)conoce en lo discontinuo, en lo eterno realizable.

Pasó más de media hora y una eternidad hasta que, pasos más adelante, observé la lanza, el casco, el derrumbe completo. Vi la vida misma, y vi la muerte. Vi la esquina de la sala, de cristal, que reflejaba la figura de un caballero cualquiera que, sobre su caballo, defendía una bandera que le prometía, sin saberlo, lo ínfimo.

- Carlos V en la Batalla de Mühlberg (1548), Tiziano - me dijo el título del cuadro, susurrándome al oído.

Recordé a mi abuelo Renard. De repente, el cuadro se pintó de rojo. Empezaba a comprender y a recordar que la vida era lo más valioso que teníamos y que ninguna bandera valía más que el precioso lujo de poder emocionarse, de poder vivir.

- ¡Esto es el arte! ¡esto sí!

- ¡Laura!, haz el favor de comportarte, por Dios te lo pido.

Por un instante, la ilusión perdida volvió a mi vida. Respiré. Y, a la vez, sentí vértigo.

- ¿No lo entiendes? ¡Esto es de lo que me advertía mi abuelo!

- No sé de qué me hablas, pero, por favor, compórtate. Es lo único que me interesa.

- Ya sé que lo único que te interesa es mantener las formas y la fachada intacta, profe, pero déjame emocionarme, tan solo eso; eso es el arte.

Seguidamente, todos mis compañeros vinieron a la sala, pues Doña Margarita estaba fuera de sí. Nos habló a todos con tono rancio, como poniendo seriedad a un momento que nada tenía de frío.

- ¿Os acordáis de que para la semana que viene tenéis que entregar un trabajo sobre esta excursión, no es así? Pues bien, que cada uno elija un cuadro y realice un comentario crítico. Además, describid lo que para vosotros sea el arte, ya que hay quien piensa que el arte, tan solo, es emoción.

Parecía (bueno, era así) que me estaba echando un pulso. Sí, la profe, a una niña de apenas dieciocho años. La verdad es que nunca realicé ese trabajo. No me hacía falta el enfrentamiento, ni la bronca, ni la discusión. La guerra era otra cosa. Doña Margarita quiso hacer, de un agua menor, un océano. Ella lo desconocía, pero ni Doña Margarita, ni yo, ni casi nadie, había presenciado el discurrir del agua en su estado más extremo.

Cuando llegué a casa, después de un eterno viaje de vuelta escuchando los gritos de odio de la profesora, mi madre estaba en la mesa de la cocina preparándome la merienda (tal y como hacía cuando José Luis, mi primito, venía a mi casa a jugar por las tardes).

- ¿Qué tal la excursión, hija?

- Bueno... me han gustado la mayoría de los cuadros que he podido ver, aunque algunos no tanto. Por cierto... ¿Crees que podemos llamar arte a cualquier cosa? Hoy nuestra profe nos ha dicho que hasta un banco blanco podría ser considerado arte en unos años, y no he entendido nada.

- La que no ha entendido nada es ella, hija mía... no hagas caso de aquellos que dicen saber mucho.... ¡porque suelen ser los que más carencias tienen!- me respondió con gracia.

- Sí, mamá, entiendo lo que quieres decir, pero es mi profe y, a veces, una no puede decir lo que piensa realmente... al fin y al cabo es la que me pone la nota.

- Hija... cuando una tiene unos principios, los lleva hasta el final. Mira a tu abuelo, que...- de repente calló, como si no hubiera tenido que mencionar a Renard.

- Que...¿qué?- respondí algo nerviosa.

- Nada hija.




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